Si hay algún personaje que haya despertado en mi la más profunda admiración, una cierta y muy humilde identificación de ideas y hasta cierta envidia a lo largo de la historia del arte, y de la humanidad en si misma, ese sin duda sería el Sr. Oscar Fingal Wilde. A lo largo de sus relatos, obras de teatro y, quizá sobre todo, la novela que nos ocupa, Wilde nos dejó su hedonista, pesimista y optimista a la vez, según con el cristal con el que se mire, visión de la humanidad. Su gusto por lo estético, decadente, por el arte por el arte o, como él mismo lo llamaba irónicamente en el prefacio de El Retrato de Dorian Gray, el “arte inútil”, rezumaba de cada palabra que escribía como cantando, con una voz preciosa, por cierto, a los placeres de la vida, única razón, si se le puede llamar así, de existencia.
Empecemos por el principio. En 1945, Albert Lewin dirigía una adaptación de la novela de Wilde, contando con el que a la larga sería un llamativo reparto, con Hurt Hutfield como Dorian Gray, y en el que cabe destacar un genial Lord Henry interpretado por George Sanders, o una hermosa y jovencísima Angela Lansbury dando vida a Sybil Vane, actriz y amante de Gray, y que se completaba con Donna Reed y Peter Lawford. Esta obra, pese a caer en varios de los clichés de la época, supo retratar fielmente el espíritu de la obra original, con un guión sublime y muy bien escogido de entre la interminable lista de citas inolvidables del maestro.
Por supuesto, deberíamos tener en cuenta a la hora de juzgar este detalle como un “pro” respecto a la versión recién estrenada que en la década de los 40, y por suerte, la industria americana tenía por delante en la lista de prioridades un guión con gancho y trabajado al resultado estético de su aplicación. Esto resultó en una colección de guionistas brillantes que durante bastante tiempo quitó en Hollywood fama y prestigio a sus colegas realizadores, cuyo trabajo pasó más desapercibido. En este caso particular, guionista y director eran la misma persona, lo cual, en el momento preciso, proporcionó al filme un adecuado equilibrio entre esteticismo e ingenio, única forma, por otra parte, de hacer justicia a la obra de Wilde, quien llevó este equilibrio a su máxima representación.
Esta película, pues, nos deja escenas dignas de la novela, como el monólogo de presentación de Lord Henry, en el que se combinan los insuperables textos con una gran interpretación de George Sanders, en una inolvidable escena en la que caza con tranquilidad una hermosa mariposa mientras habla, así como con un magistral manejo de la cámara que volvemos a ver en los juegos de luces y sombras en los momentos más dramáticos de la película. Pero como ya he dicho, y para no caer en el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, no es una película perfecta, y al igual que la que trataremos a continuación, la obra de Albert Lewin quedará anclada entre otras tantas cintas de su década por su falta de originalidad cinematográfica y su caída irremediable en el uso indiscriminado de las probablemente obligadas escenas prototipo América de rigor que, por otra parte, se han convertido en clásicos por algo, y en este filme se aprecia su elegancia y buen hacer en el uso de la cámara, los decorados y las luces tan bien o mejor que en cualquier otro de la época.
Avanzando nada menos que 65 años en el tiempo, nos encontramos con esta nueva versión, realizada por el discreto Oliver Parker que, para sorpresa de pocos, cae exactamente en los mismos errores que predecesora, claro que adaptando dichos fallos a nuestras fechas. Recordemos que Oliver Parker ya había tenido contacto en el cine con la obra de Oscar Wilde, dirigiendo las adaptaciones de La importancia de llamarse Ernesto y Un marido ideal, y no por ello parece haber aprendido nada. Como la que data de 1945, aunque lo veamos más claro en esta ocasión por obvias cuestiones temporales, esta película trata fallidamente, como no podía ser de otra manera, de pasar a Wilde por la trituradora y entregarlo masticadito a una audiencia fácil de grandes almacenes. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que esto no tiene sentido. Y es que El retrato de Dorian Gray no es una obra para todos los públicos, y no tenemos que esforzarnos en que así sea. Queda así dicho que, desde mi punto de vista, y al menos realizadas de esta manera, estas películas son un error desde su propia concepción.
Centrándonos en su análisis, voy a romper una lanza a favor del reparto, encabezado por un Ben Barnes en la piel de Dorian, el cual me ha sorprendido gratamente. Los cambios en la personalidad y actitud de Gray desde que llega a Londres y a medida que va cayendo en toda su espiral de decadencia se ven claramente reflejados en la expresión del joven Barnes, trabajo nada fácil a parecer de un servidor. Habrá que tenerlo vigilado en sus próximos trabajos. También un Colin Firth en el papel de Lord Henry, cumplidor como siempre pese al triste uso de dicho personaje en esta película, cuyo significado y, más superficialmente, carisma y forma de ser, se ven fatalmente truncados por esta adaptación. Nos encontramos con un Lord Henry asustadizo, pura fachada, que termina echándose atrás cuando la decadencia de Dorian le supera, cosa que nunca llega a pasar. Esto no debería dar lugar a una crítica dura en cualquier otra adaptación, sobre todo teniendo en cuenta la libertad que todo autor debiera tener para moldear su creación, pero en una obra donde el simbolismo de los personajes es intocable, un cambio así es imperdonable. La película transcurre como a trompicones, precipitada en la trama durante los primeros minutos para después darse un descanso y regocijarse disfrutando de la personalidad de los seres que tanto se apresura en presentar, sin duda la mejor parte de la película. Un vestuario, fotografía y ambientación realmente logrados, al estilo de otros Londres sombríos que hemos podido ver hace poco en la gran pantalla, como el Sherlock Holmes de Guy Ritchie o incluso el Sweeney Todd de Tim Burton, pero que no logran salvar un ambicioso trabajo que no puede responder a la carga que se ha puesto sobre sus propios e ineptos hombros.
El resultado es así una película del montón, una versión light, casi podríamos decir “teen”, del clásico de Wilde: persecuciones que no viene a cuento, efectos visuales, historias inventadas… Made in America. No quiero parecer presuntuoso a la hora de criticar la industria americana que tantas y tantas horas de diversión y emoción me ha proporcionado, pero como ya he dicho en otras ocasiones, Hollywood en ocasiones es un virus contra el que algunas obras deberían estar inherentemente vacunadas. Hay que valorar, eso si, que detrás de estas dos películas hay mentes que han sabido apreciar el mensaje de Oscar Wilde lo suficiente como para que en sus obras dicho mensaje quedase intacto, lo cual sucede en una cantidad de ocasiones mucho menor de la que debería. El problema no está en los creadores, probablemente, sino en el intermediario. Esto no es Jurassic Park, no es Avatar, no es Die Hard. No es una novela que Hollywood, ni en los 40, ni ahora, ni probablemente nunca, pueda adaptar a la gran pantalla.
No se perderán ni un ápice de la historia del cine si no ven ninguna de estas dos películas en su vida, pero si son unos curiosos como su redactor, o simplemente admiran la obra de Wilde y tienen un par de horas libres, satisfagan esa curiosidad, no les hará daño y puede ser un grato entretenimiento para una tarde aburrida. Por otro lado, si tienen algo más de tiempo y no han leído esta increíble novela, no duden en hacerse con una copia de la misma, pues ella si ya es historia, y siempre lo será. Así que pensemos que si estas adaptaciones al menos sirven para recordar a la gente que un hombre llamado Oscar Wilde una vez escribió una novela llamada El retrato de Dorian Gray y despertar su curiosidad por la misma, para mi habrá merecido la pena.
Gracias por leer y hasta la próxima.
Adrián Díaz.
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